¿QUÉ HAY SOBRE LA ROCA?
A partir de 2005 iniciamos nuestros recorridos en la región del valle del Mezquital, ubicada en el occidente del actual estado de Hidalgo, con el objeto de acercarnos a las pinturas rupestres que se encuentran diseminadas en las barrancas que abundan en este territorio semidesértico. De manera paulatina pudimos identificar algunas constantes en el grafismo rupestre y su entorno gracias a un ejercicio de observación que consistió en un proceso de “aprender a ver”, el que nos llevó a preguntarnos no solo por la identificación de los motivos, sino también por la unidad discursiva de las distintas representaciones rupestres entre sí, su ubicación precisa en determinadas formaciones rocosas y las cualidades espaciales de los lugares de emplazamiento. Desde un inicio contábamos con registros y catálogos de los sitios y los motivos realizados por otros autores, los cuales fueron materiales de consulta fundamentales en este primer proceso de reconocimiento (Lorenzo 1992; Illera 1994; Ochatoma 1994). También nos percatamos de que existía un importante camino de exploración del arte rupestre en el análisis de distintos elementos que lo vinculan con la cultura Otomí de la región, entre ellos destaca la exégesis que se ha conservado en algunas comunidades sobre algunos de los conjuntos rupestres y la presencia de importantes paralelismos entre estas manifestaciones y las prácticas religiosas de los otomíes actuales (Vite Hernández 2012). Durante este acercamiento a la tradición cultural otomí y al arte rupestre del valle del Mezquital fue fundamental la colaboración con el historiador otomí Francisco Luna, profundo conocedor de la cultura y la historia de la región. De esta manera se conformó un proceso de diálogo y retroalimentación entre el señor Luna y el equipo de trabajo, lo que se tradujo en un proceso colectivo de aprendizaje.
Una de las claves más importantes que nos dio el acercamiento a la tradición otomí fue el reconocimiento de los sitios de arte rupestre como lugares en donde fueron plasmados temas de carácter ritual y religioso, tanto de índole prehispánica como colonial, que funcionaron como lugares de aprendizaje y de transmisión del conocimiento ancestral. Esto nos ha llevado a proponer que el arte rupestre constituyó un elemento fundamental en la conformación de un cristianismo otomí, el que se gestó en una época de profundos cambios socioculturales suscitados a partir del siglo xvi. Esta propuesta nos hizo indagar por la manera misma en que el arte rupestre funcionaba en términos de discurso expresivo que fungía como medio de transmisión de antiguas tradiciones y de inclusión de las innovaciones del mundo cristiano y colonial.
Pese a las diferencias y las discusiones que entraña el concepto de estética, con él se alude a la presencia de un universo de relaciones sensibles que todos los seres humanos establecemos con el mundo y sus objetos (Sánchez Vázquez 1992: 13; Heyd 2008: 1). El arte rupestre, entendido como las manifestaciones gráficas y espaciales hechas sobre superficies rocosas de entornos naturales o retocadas in situ, es expresado y aprehendido de manera sensible. Identificamos elementos como el color, la textura, la consistencia del trazo pictórico o la relación espacial que guardan distintos trazos y motivos entre sí (jerarquía, tamaño, composición, ritmo, repetición), los cuales son rasgos propios de las manifestaciones rupestres que implican su reconocimiento por medio de la percepción estética. Una aproximación a la estética del arte rupestre debe contemplar las obras no solo en tanto actividad gráfica, sino también como creaciones que integran un contexto más amplio: paisaje natural, formas rocosas, relación entre los conjuntos pictóricos y el entorno, entre otros. Este tipo de aspectos no se encontraba reflejado o debatido en la literatura existente sobre el arte rupestre del valle del Mezquital, por lo que consideramos que la indagación sobre estos aspectos resultaba pertinente.
Sin pretender la objetividad, el papel del investigador es captar la mayor cantidad de elementos que puedan coadyuvar a la comprensión de un determinado corpus de arte rupestre: tanto rasgos del grafismo como de su emplazamiento espacial en distintas escalas. En este sentido, la etapa de registro puede ser vista como un proceso en el cual el investigador extrae una serie de consideraciones que tienen su origen en la percepción de cualidades sensibles de distinto tipo. En el caso concreto de esta investigación, el proceso de registro en equipo permitió generar documentaciones y análisis más completos del arte rupestre, con el objetivo de descifrar las implicaciones estéticas y de otra índole por las que fueron creadas las obras. Este proceso también contempló la valoración de informaciones suministradas por otras fuentes o disciplinas, en particular, la historia, la arqueología y la etnografía (López Aguilar & Fournier 1989; López Aguilar 1992; Fournier 2007).
El reto se presenta por igual a todos los que nos acercamos al arte rupestre: ¿cómo podemos traducir la percepción que tenemos de él hacia una comprensión más amplia de las implicaciones de estas manifestaciones en términos de su significado, su forma de enunciación o la identificación de sus elementos constitutivos?, ¿podemos acaso acercarnos a las características de una estética rupestre indígena a partir de la identificación de rasgos compositivos recurrentes y de los recursos expresivos empleados? Lo que se presenta en las siguientes páginas es una respuesta afirmativa a esta última pregunta.
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